jueves, 30 de septiembre de 2010

Cuento de setiembre

Karma en el camino



Cabellos largos y grasientos le caían sobre los ojos, acompañados por gotas de sudor que caminaban por su frente. Estaba cansado. Largo había sido el recorrido en el cual él y su esposa se habían sumergido meses atrás. Ella yacía desnutrida en el lomo del jamelgo. Aún llevaba puesto el vestido glauco que había estrenado el día de la partida, con la única diferencia de que éste había adoptado un color marrón asqueroso.

Las dos calaveras se encontraban sumamente cansadas y sin energía, pues los víveres se habían agotado rápidamente. Morían de hambre, sus únicos alimentos eran algunos frutos que encontraban en el camino. El hombre, por el contrario, lucía fuerte y recio, aunque descuidado y maloliente. Su sustento era la carne de los cerdos de las granjas con las que se topaban en la trayectoria. Lamentablemente debido a su cultura, la esposa estaba prohibida de comer este tipo de alimento. Ambos estaban sufriendo pero no se quejaban, pues sabían perfectamente que estaban pagando por lo hecho en el pasado.

A través de la calina de la noche, el sujeto pudo ver una fúlgida luz. - ¡Ana, por fin! ¡Hemos llegado! – gritó el hombre al darse cuenta de que su destino estaba próximo. Recordó que algunos kilómetros atrás un trabajador local les había contado de la existencia de un pueblo poco conocido y con una población bastante acogedora. Era el lugar perfecto para esconderse, o mejor dicho, comenzar una nueva vida. La mujer despertó de un salto y corrió hacia la luz. En cuestión de minutos los pueblerinos ya les habían conseguido un lugar donde alojarse. El dueño del terreno era el poseedor del lupanar del pueblo y se mostró muy cariñoso con la dama, pero no con el caballero, a quien algo en su mirada le decía que este sujeto era una persona zaina.

-Te digo que hay algo en él que no me convence – dijo a su esposa acercándose a la ventana. Mientras bajaba el visillo pudo divisar afuera del recinto al hombre que no le inspiraba confianza. Parecía que había estado observándoles desde que entraron a su recámara, pues, apenas cruzaron miradas, el tenebroso individuo se dio media vuelta y con la cara hecha un tomate de la vergüenza de haber sido ampayado, se marchó. 

La mujer le dijo a su marido repetidas veces que estaba equivocado y que pensaba eso sólo por celos. Pero su pensamiento cambió una vez que el señor le ofreció trabajo en su prostíbulo. Ese día huyeron a seguir sufriendo y pagando su castigo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario